Daniel era considerada un trotamundos. Había viajado por casi todo el mundo en busca de su afán por la aventura y el aprendizaje de las diversas culturas a las que se encontró por el camino. Un día llegó a Pekín con la esperanza de ver con sus propios ojos a la Gran Muralla China de la que tan famosa era y de la que tanto había oído hablar. Aunque no sabía hablar chino, les intentó hablar en inglés, para con el fin defenderse ante la forma de hablar de los habitantes.
Al final de varios intentos tanto en su dialecto como haciendo gestos con los brazos para indicar donde se encontraba y qué camino debía seguir para poder llegar hasta La Gran Muralla, intentó entender qué camino poder seguir.

Un letrero roído por el tiempo le indicaba el camino hacía La Muralla. Siguió todo recto hasta llegar por un largo camino que no parecía tener fin hasta que después de caminar durante media hora, sus ojos observaron que se aproximaba más hacía su meta. Le invadió un silencio sepulcral al observar cómo a los lados de las escaleras que daban acceso a la entrada, dos leones dorados en posición sentada y con los ojos bien abiertos, vigilaban el lugar. Eran estatuas pero parecían tan reales…

Al subir las escaleras un monje en posición Buda le observó con sus ojos vidriosos. Daniel hizo el saludo correspondiente y antes de entrar las palabras del monje le hicieron parar en seco
— ¿Vienes a adorar a los muertos? —le preguntó el sacerdote
—¿A los muertos? —vengo de muy lejos, a admirar la belleza de la Muralla China —respondió
—Hoy es el día en que se viene a adorar a los que fallecieron en ella. Si entras cabe la posibilidad de que te conviertas en uno de ellos. —le advirtió
—Señor sacerdote, con todos mis respetos. Dentro de la muralla no veo a nadie.
—Y no encontrarás a nadie. Hoy la Muralla se encuentra adorando a aquéllos que no están. —asintió.

Al entrar Daniel se materializó convirtiendo en uno de ellos.

Anuncio publicitario