La verdad está en las calles, en las que muchas veces nos encontramos con indigentes viviendo en ellas. La cruda realidad a la que muchas personas han llegado a verse como Alberto. Algunos habían podido guarecerse del frío en un rincón o bajo un pequeño techo de algún local abandonado. Otros se les podía ver en los bancos, echados para poder pasar la noche.

Alberto encontró el amor junto a dos perros callejeros una noche mientras dormía, cubriéndose con una capa, que encontró en un callejón. Desde ese día se la hizo suya par guarecerse del frío. Recordaba cuando era feliz y gozaba de un dinero que ahora ya no tenía, de una vida muy distinta a la de ahora. Tenía una mujer y un trabajo. Y todo se se marchito el día en el que tuvieron que despedirle por no poder pagar a todos los empleados.

—¿Me ha hecho llamar, Señor? —preguntó Alberto a su superior

—Sí. Así es. Desde todo este tiempo ha sido un gran trabajador y nunca hemos tenido problemas con usted. Pero… —se interrumpió —nos hemos visto en la imposibilidad de seguir pagando más nóminas. Por lo que estamos despidiendo a gente, entre ellos se encuentra usted, Señor Alberto. Lo siento

Cuando se lo dijo a su Susan, su mujer, ésta reaccionó de la peor forma. Rompiendo con todo, sin apoyarlo. En ese momento, Alberto se dio cuenta de que su mujer solo lo quería por su dinero y a falta de el, ella no quería unirse a ser una más que viviera en las calles. Por otro lado Alberto decidió ahorrar el dinero, pero cuando fue al banco, su mujer le había quitado todo. Todo aquello por lo que había luchado, por tener una casa con una familia y ahora, cabizbajo y depresivo, mantenía el único amor de aquellos perritos que eran los únicos que se habían acercado a él.

En los baños públicos de la plaza, muchos de los indigentes oyeron ruidos extraños, como gemidos en mitad de la noche, procedentes de algún baño público de la zona.

—¡Oye! —¿tu también oyes los ruidos procedentes de los baños? —le preguntó uno de ellos.

—Sí, los oigo. Pero me da igual, todo me da absolutamente igual. La vida es traicionera, como algunas mujeres.—murmuró para sí.

Alberto no le daba del todo igual. Sabía que alguien estaba allí dentro y tenía curiosidad quién podría estar en él, gimiendo de esa manera.

—¡Oye! —voy a echar una vistazo, le dijo a su compañero que tenía al lado.

—¿puedo ir contigo? —preguntó.

Alberto y su compañero de la calle fueron a investigar de puntillas para ver quien o qui—enes se ocultaban dentro del baño. Al abrir la puerta sigilosamente, vieron los muslos de una mujer de espaldas a ellos y la sombra de un hombre alto y delgado gozando a escondidas. La mujer parecía notar placer, por lo que dedujeron que no se trataba de ningún acoso. Pero al volverse, el rostro se desfiguró al ver la puerta semiabierta y a Alberto que la observaba, blanco como un fantasma.

—Susan… —fue lo único que pudo pronunciar.

Ella fue a decir algo cuando los labios de su amante la besaron y Alberto cerró la puerta sigilosamente, sin saber en qué pensar. Quería cerrar los ojos y cuando despertara pensar que lo que había visto había sido un sueño. Dejo la mente en blanco e intentó olvidar.

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